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Quería dedicar estas líneas de hoy a pronunciarme en favor de la reforma de la ley de los apellidos que en caso de aprobarse pondría fin a la primacía del apellido paterno sobre el materno. Sabemos que en el lenguaje, en los órdenes establecidos radican normas y costumbres que hemos interiorizado con el paso del tiempo y la historia, pero que pueden esconden diferencias y generar desigualdades. El lenguaje importa y cómo nombramos las cosas determina el orden o el sistema de poder que queremos establecer. La primacía del apellido paterno es un anacronismo en una sociedad igualitaria, determina una sociedad patriarcal en la que la descendencia se nombra con el nombre del padre, es aún más marcado en países como Inglaterra o Estados Unidos en los que la esposa al contraer matrimonio, toma el nombre de su marido.
El sistema propuesto es bastante razonable y reafirma los principios de libertad de elección de los padres y de igualdad entre los progenitores. En caso de que haya desacuerdo entre los progenitores al decidir el orden de los apellidos, el hijo llevará el apellido del padre o de la madre según su orden alfabético.
La reforma sin embargo ha sido recibida con escepticismo por muchos partidos, y se están considerando los problemas que puedan surgir del nuevo orden, como por ejemplo, el de que al seguir un orden alfabético, los apellidos empezados en las últimas letras, como la Z de Zapatero, o la R de Rajoy desaparezcan.
Mi opinión es que muchos de estos argumentos suenan a escusa, establecer un nuevo orden puede acarrear problemas pero tampoco debemos conformarnos y quedarnos anclados con un orden que no se ajusta a la sociedad actual.