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La salud que nos importa
Dice el aforismo que la salud solo se valora cuando nos falta. Bien cierto. En una sociedad que ha evolucionado la definición de salud desde “la ausencia de enfermedad” hasta su concepción como “el completo bienestar tanto físico como mental”, nuestras expectativas contemplan la cotidianeidad normalizando el bienestar como única forma posible de vida.
Numerosos factores influyen en que esta percepción sobre la salud se haya extendido, pero los dos pilares claves en los que se apoya son, sin duda, la universalización de la sanidad y los avances tecnológicos.
El primero de estos pilares, ha supuesto que la sanidad se haya convertido en una de las 4 patas sobre las que se sustenta el denominado estado del bienestar. El entramado sanitario soportado por las cotizaciones de trabajadores y empresarios, de manera solidaria, ha logrado extender a todos los ciudadanos la asistencia médica, liberándolos de la espada de Damocles de los costes de diagnósticos y tratamientos.
Por otro lado, la investigación en el ámbito de las ciencias de la salud, a pesar de que queda todavía mucho camino por recorrer, han llevado a facilitar el acceso a tratamientos medicamentosos y técnicas quirúrgicas, logrando curar y erradicar enfermedades antes mortíferas y, a minimizar los efectos de algunas otras que todavía condicionan nuestra salud.
Pero, si creemos que la evolución normal de estas dos materias nos debería llevar a mejores prestaciones y mejor acceso a las nuevas técnicas médicas, debemos ser conscientes de que el futuro no va en esa dirección.
De un lado, los estados se ven incapaces de mantener económicamente el sistema de salud, enfocándolo hacia diferentes niveles de privatización al nadar entre la presión que supone la disminución de la recaudación por el descenso en el número de cotizantes y la que ejercen las aseguradoras médicas privadas, ávidas de beneficiarse del descenso en la calidad asistencial y las listas de espera.
Por el otro, la inversión en investigación, capitalizada por los grandes laboratorios farmacéuticos, que más allá de rentabilizarlas, convierten determinados tratamientos, en la práctica, en una extorsión para los pacientes.
Es necesario pues, defender nuestra sanidad y el derecho a la salud para que no debamos lamentarlo en el futuro. Y para que sepamos de que estamos hablando, un par de botones de muestra. Por desgracia en estos meses he podido comparar entre dos modelos sanitarios a través de la enfermedad de dos amigos muy queridos. El primero, atendido en España, ha podido gozar, sin coste directo, de atención médica de primera clase en instalaciones de primera clase, mientras que el otro, tratado en Estados Unidos, dónde reside, ha tenido la “suerte” de poder pagar un carísimo seguro médico, que no está al alcance de la inmensa mayoría de la población, lo que le ha permitido costear un tratamiento de más de medio millón de dólares.
¿Vale la pena pues defender nuestro modelo?
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Una de vecinos
Imaginen un edificio a cuatro vientos, en el que los pisos están ocupados por residentes de una clase social elevada mientras que el ático está distribuido en pequeños apartamentos habitados por inquilinos más modestos. A causa de una disputa vecinal fortuita, el clima social comienza a caldearse hasta el punto de que ambos bandos se declaran la guerra. Mientras que los pudientes sitian a los más humildes, impidiendo que estos salgan del edificio para abastecerse, estos impiden la salida de aquellos gracias a la utilización maceteros que usan para impedir que sus oponentes salgan a la calle y, a disponer en sus dominios de la llave de paso del suministro de agua de la finca. ¿Situación inverosímil? Puede.La idea no es mía, la relata magistralmente en el cuento corto “La revolta del terrat” (La revuelta de la azotea) incluido en su “Cròniques de la veritat oculta” (Crónicas de la verdad oculta) el escritor catalán Pere Calders, maestro precursor del realismo mágico. Me asombra la capacidad de crear situaciones entre irónicas y absurdas de este escritor que, sin embargo, retrata con lucidez la condición humana. Ni que decir tiene que, con frecuencia, encontramos situaciones paralelas en nuestra vida cotidiana, el bloqueo incondicional ante situaciones que fácilmente podrían aclarase con un mínimo dialogo entre las partes, se enquista y se pudre hasta llegar a extremos insospechados. Amigos, familiares, vecinos y, sobre todo, políticos, nos podrían llenar de ejemplos que dejarían en ridículo, por absurdas, la circunstancia que plantea Calders. ¿Que como acaba el cuento? Aunque parezca mentira, hay un vencedor. Un mal final para un planteamiento que merecería dos perdedores. Aún así, les recomiendo leer a Calders.