El ámbito de la población más afectado por el coronavirus ha sido el de los mayores.
Inexplicablemente, no se han proporcionado datos oficiales sobre el número de fallecimientos por efecto del Covid-19 en las residencias de la tercera edad; solamente se dispone de los informes aportados por las comunidades autónomas según los cuales dichas defunciones superan el 70% del total. En Aragón, este porcentaje se eleva hasta el 83%. Resulta lamentable que una parte de la generación que, con su impulso, construyó la España que conocemos haya tenido que acabar así, alejada de sus familias, aislada en geriátricos y muerta en soledad.
En muchos casos, han transcurrido semanas sin obtener información desde los centros sobre la situación de los familiares y, cuando la han recibido, ha sido para comunicarles su deceso sin que pudieran despedirse de ellos y debiéndose conformar con una urna con sus cenizas.
Ha habido establecimientos en los que han perecido más de 100 personas, las mayor parte de las veces, sin el tratamiento adecuado al no ser admitidas en los hospitales que, ante la solicitud de medicinas para ellas, se limitaron a enviarles morfina y sedantes. Por ello es muy loable la actitud de las doce trabajadoras del Hogar Santo Ángel de Alcañiz que, por propia iniciativa y para evitar contagios, se han confinado con las 120 personas mayores que viven en este centro de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados durante 50 días, desde el 15 de marzo al 11 de mayo.
En contraste, también se han dado situaciones inversas en las que los residentes fueron abandonados a su suerte por quienes los tenían a su cuidado.
El sector de establecimientos de la tercera edad arrastra años de precariedad y recortes con salarios bajos y escasez de personal. Para paliar tales deficiencias, el 22 de marzo, como
efecto del mando único decretado por estado de alarma, las residencias privadas, quedaron “nacionalizadas” e intervenidas por el Gobierno bajo la supervisión de su vicepresidente segundo.
En esta sociedad materialista que llamamos desarrollada, los ancianos son considerados una carga social, económica y política (algún partido muy progresista defiende privarles del voto
con el argumento de que, al ser un colectivo muy numeroso, deciden el futuro de los jóvenes) y se les arrumba, despreciando su experiencia y sin reconocerles el derecho a disfrutar, tras los esfuerzos y servicios prestados a lo largo de su vida, de una confortable senectud.