Acostumbrados a las comodidades de la vida moderna, como la calefacción y el aire acondicionado, soportamos el frío y el calor mucho peor que años atrás, cuando el común de los mortales no disponíamos de tales artilugios. De pequeño, se guisaba con cocinas de leña y nos calentábamos con braseros de erraj. Recuerdo a mi madre y a vecinas sentadas alrededor, cosiendo pañuelos y escuchando las novelas de la radio. Otra de las evocaciones de mi niñez es volver a casa con los pies helados y, descalzados, poner los pies sobre el brasero escarbado con la badila y sentir un grato hormigueo que nos iba entrando por los dedos junto con el calor reconfortante. Ya no he vuelto a experimentar aquella sensación.
En verano, el sistema de refrigeración era el abanico y el botijo. Tan apenas había neveras y la gente de a pie comprábamos a diario hielo que, envuelto en una tela y colocado en un balde o barreño, servía para refrescar la bebida. A veces, lo traía una camioneta de reparto o íbamos a buscarlo a “La Siberiana”, en aquella época en la avenida de Aragón. Por las tardes, una cuadrilla del Ayuntamiento iba regando las calles. Vivía entonces en la calle Nicolás Sancho y jugábamos a hacer presas de tierra o con los brazos para detener el agua que bajaba por la cuesta. Con el riego, se atemperaba el ambiente y la gente salía por las noches a “tomar la fresca” con los vecinos, costumbre que, afortunadamente, aún se conserva en muchos pueblos y que, incluso, se ha pensado proponerla como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad si bien, en otros lugares, se multa por sacar la silla a la acera aunque sea un método más efectivo que no llevar corbata para aliviarse del calor y ahorrar energía. Con la televisión, se dejó de bajar a la calle para reunirse en la casa de alguna familia afortunada que la tuviera. Hoy día, la programación ofrecida por todas las cadenas invita a mantener tan recomendable y sociable hábito.
Al paso que vamos, con la cesta de la compra encareciéndose a un ritmo desconocido desde hace mucho y los altos precios de la electricidad y el gas, no parece descabellado pensar que habremos de retornar a aquellos tiempos de brasero y abanico. La Agenda 2030, de cuya aplicación en España se encarga una Secretaría de Estado dirigida, desde finales de julio, por Lilith Verstrynge, establece que para esa fecha -dentro solo de ocho años- “no tendremos nada y seremos felices”. Vamos en camino. Cada vez tenemos menos. Y ya se encargarán los medios de comunicación de comernos más el coco y hacernos creer que somos felices.