Damnatio memoriae o “condena de la memoria” es un término moderno que designa una práctica punitiva del mundo helenístico e introducida en Roma a comienzos del Imperio. Consistía en hacer desaparecer cualquier vestigio o huella de un enemigo del Estado tras su muerte.
Cuando el Senado romano la imponía, el nombre del reo era suprimido de todas partes donde figurase: estatuas, inscripciones, documentos, monedas… Sus leyes y disposiciones quedaban revocadas y monumentos y obras públicas a él debidas se demolían o se atribuían a su sucesor.
Ya en el antiguo Egipto, varios faraones padecieron esta condena pero la más famosa fue la protagonizada por el papa Formoso a finales del siglo IX, en el llamado Concilio Cadavérico o Sínodo del Terror. El cuerpo putrefacto de Formoso, fallecido nueve meses antes, fue desenterrado, revestido con los ornamentos pontificios y sometido a un juicio que lo declaró culpable. Se decretó nula su elección y se invalidaron sus resoluciones. Además, le amputaron los tres dedos de su mano derecha, con los que impartía la bendición, y arrojaron sus restos al Tíber .
Su nombre se borró de la lista de los papas, como si no hubiera existido.
Este olvido forzoso ha seguido aplicándose a lo largo de la Historia. En el siglo XX, fue habitual en la Unión Soviética, modelo de democracia para parte del Gobierno. Stalin la utilizó contra sus enemigos políticos de manera asidua. Sus nombres desaparecieron de los medios impresos y su sola mención se castigaba con severas penas.
Las fotografías oficiales se manipularon eliminando de ellas a los caídos en desgracia. Se prohibieron sus publicaciones o se destruyeron. No solo los nazis quemaban los libros contrarios a sus ideas.
En España, también tenemos nuestra damantio memoriae, las leyes de memoria de Zapatero y Sánchez contra el franquismo, consecuencia de las cuales ha sido el cambio de denominación del C.P. “Emilio Díaz”. No importa lo que esta persona hiciera por Alcañiz. Nos venden que la alternativa a los alzados en 1936 era la democracia y la libertad. No es cierto. Basta leer las arengas y discursos de dirigentes socialistas y comunistas de entonces -y, hoy, reivindicados- para cerciorarse de ello. Manuel Azaña, presidente de la II República, escribió hacia el final de la contienda: “La guerra está perdida; pero si por milagro la ganáramos, en el primer barco que saliera de España tendríamos que salir los republicanos, si nos dejaban”.