Te he querido tanto que no te robaría las hijas ni aunque el mismísimo demonio me tentara con el sueldo de un profesor inmune al coronavirus, de por vida. Te querré siempre porque has amado con la pureza de las aguas del Guadalope a su paso por Alcañiz, desde Sabiñánigo hasta Estercuel, e invitar a la concurrencia, ávida de leer el libro que presentas, a recordar amantes y despechos, rezumando poesía, y alegría de vivir, como las opiniones en un periódico, del que alguien, en alguna parte, guarda un ejemplar, o lo encontrará entre las ruinas de un caserón de un pueblo abandonado, a salvo de las inclemencias meteorológicas, milagrosamente. Supe que te querría para siempre, cuando me regalaste el oído, mientras el vino añejo de las bodegas de Alacón, algunos guardados desde el nacimiento de cada hija, que ahora ya tiene nietos, me sorprendió en la fiesta de la comarca, y recordé a aquella maestra, que se excitaba cuando le instruía sobre sexualidad, y en sus desconocimientos beatíficos, creyó que aquello era el sexo oral, mientras tomando la iniciativa, contra lo que consideraba normal, me amonestaba dulcemente para que no siguiera, porque no era de piedra, y se le estaba haciendo insoportable no pasar de los dichos a los hechos, no queriendo pecar. Solo bastaba con no copular. Y eso nos hizo tocar el cielo, muchos días. Así te quiero yo, de Calatayud a la eternidad, recorriendo los pueblos que incluíste en tu canción, y todos los demás, mojándonos el culo, o arremojandonos la tripa en Fraga, al son de Labordeta. Te quiero, y nada, nunca, nos podrá separar. Y quien te honra, tiene un amigo en mí.