Cuando los atentados del 11 de marzo, la entonces oposición, rodeando las sedes del PP, gritaba que España no merecía un Gobierno que mintiera. Hoy, casi veinte años después de aquella sangrienta tragedia, las cosas han cambiado y, por lo visto, España sí se merece un Gobierno que mienta. Nadie lo puede negar. Otra cosa es que lo justifiquen. Sánchez hace todo lo contrario de lo prometido en la campaña electoral o en los debates televisados ante millones de espectadores. Si fuera una empresa comercial se le podría acusar de publicidad engañosa.
A no cumplir los compromisos, ahora, se le llama cambio de opinión. El Gobierno cambia de opinión dependiendo de si las circunstancias le benefician o no. Lo que hoy es negro, mañana puede ser blanco y viceversa. Sánchez declaró reiteradamente que no pactaría con Bildu, brazo político de la banda terrorista y ultraizquierdista ETA, y pactó; aseguró que no podría dormir teniendo en el Consejo de Ministros a Podemos, una formación comunista que aspira a implantar un sistema bolivariano, y a los dos días de las elecciones la abrazó con arrebatado entusiasmo. Y ha estado roncando bien plácidamente durante toda la legislatura. En la recién estrenada, comparte mesa y prebendas con la misma ideología totalitaria aunque vestida, si no de Prada, sí de marca.
A lo largo de los últimos años, el presidente y sus ministros y ministras han aseverado, a veces vociferantes, que la amnistía era anticonstitucional y Puigdemont un fugado de la Justicia.
Pero hete aquí que, de un día para otro como por arte de birlibirloque y ante la necesidad de los siete votos del partido de la burguesía catalana, heredero de la Convergència de Pujol, transmutado en progresista por su condición de separatista, lo mismo que el PNV, la amnistía se ha convertido en plenamente constitucional y Puigdemont, en un exiliado. Para más inri, nos enteramos que estaban negociando desde meses antes de los comicios municipales.
Sánchez también ha conseguido otro prodigio, que los separatistas colaboren en el progreso y la prosperidad de la nación que, según ellos, les oprime y roba. Todo sirve para que no gobiernen las derechas. El dirigente socialista Largo Caballero amenazó, en 1936, que si ganaban las derechas irían a la guerra civil. Ahora no se ha llegado a tanto. La representante de Junts per Catalunya, el partido de Puigdemont del que depende la gobernabilidad del país, en su intervención en el debate de investidura, retrató a la perfección al presidente al espetar que su palabra no vale nada y que sólo le interesa el poder y que es capaz de aliarse con quien sea para conservarlo. Pero a la gente no le importa y se muestra encantada de que la engañen. Como dijo George Orwell: “En una época de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario”. Y de odio para los mentirosos.