Siendo muy pequeño, tanto que no puedo recordar cuándo, mi madre me dijo que ese colgajo que tenía entre las piernas era la pilila. Siempre mencioné la palabra, pocas veces, con cierto rubor. Luego, con amigos, supe que otras madres, quizás menos modosas, habían enseñado a sus hijos que también se le podía llamar la minga, la picha o la polla.
Mi madre, que sólo había ido a la escuela lo justo para saber leer, escribir y las cuatro reglas, no sabía que me estaba transmitiendo unos valores propios del matriarcado manipulador e intolerante de la sociedad de la época. Esto sucedía a principios de los años sesenta con el dictador en plena forma.
Gracias al esfuerzo que está haciendo el ministerio de Igualdad he podido conocer la manipulación a la que he estado sometido durante gran parte de mi vida. Es muy posible que algunos de mis traumas, de mis complejos, de mi falta de autoconciencia de mi identidad se deba a esa mala educación que recibí y que también recibieron todos los chicos de mi época.
Se le dio el nombre femenino de pilila al atributo masculino por excelencia. He podido deducir que eso viene a ser algo así como caparnos (algo así) nuestra varonilidad.
Ahora sé que eso no era una pilila, que su nombre correcto es el pililo, el pollo, el mingo o el picho.
Me siente reconfortado y lo estaré más cuando mis coetáneas mujeres descubran que entre sus piernas lo que tienen es la coña.