Durante este verano recuperé mi afición por disfrutar la música en directo. Y es que justo antes de que empezara el confinamiento había vuelto a practicar esta buena y sana costumbre de asistir a conciertos y festivales. No ocultaré que estaba siendo un gustazo porque llevaba mucho tiempo alejada de aquello dado que me hallaba ocupada ejerciendo la ingente tarea de ser madre.
Pero llegó la pandemia y lo paró todo, dejando al mundo de la música y a la cultura en general tocados de muerte. Fueron meses largos de confinamientos y restricciones donde era impensable organizar nada. Tras aquella larga pausa y con mucha precaución y medidas sanitarias, los espectáculos, museos, teatros y salas de conciertos fueron volviendo muy despacio a la vida y retomando su actividad. La verdad es que la situación en cualquiera de aquellos eventos era un tanto extraña: el público debía permanecer siempre acomodado en su butaca, no se podía bailar, se tenía que respetar la consabida distancia, nunca bajarse la mascarilla, pero lo más importante era que los artistas podían empezar a trabajar. Al principio las anulaciones de eventos eran el pan de cada día habitualmente motivadas por el resultado del empeoramiento de los datos de contagios de COVID, pero poco a poco se fue viendo la luz al final del túnel. Los datos económicos del sector eran agonizantes. Se creó incluso una campaña de apoyo a nivel nacional a la cultura segura.
Fue justo en marzo de este año cuando mi grupo favorito, Love of Lesbian se convirtió en el protagonista de un concierto piloto en el Palau Sant Jordi de Barcelona. Se trataba de un simulacro de concierto tradicional, sin distancias y bailando, sólo con mascarilla y al que se debía asistir con un test de antígenos negativo realizado en las horas previas. Los asistentes se sometieron a un estudio científico para determinar las consecuencias de organizar eventos de tal magnitud en la salud de los asistentes. El resultado fue satisfactorio y aquel fue el primer paso para que poco a poco y a medida que el porcentaje de población vacunada era más grande, pudiera replicarse el modelo en más ciudades y eventos. Así es como pudieron arrancar algunos festivales de música, anulados y retrasados, por culpa del virus del COVID.
Y es que en aquel momento tan complicado la cultura necesitaba del público pero sobre todo necesitaba de la responsabilidad del mismo. Era esencial comportarse y cumplir las normas en los eventos culturales. Recuerdo al cantante de la banda Izal dando las gracias sin parar al público por cumplir las normas durante el primer concierto post-pandemia en directo al que asistí este verano. Aquel día reconozco que volví a emocionarme por estar allí. Se me erizó la piel al sentir los acordes justo delante de mí. Vibré con la magia que solo la música en directo da. Me emocioné también con Mikel Izal que con la voz entrecortada se mostraba tremendamente agradecido. Y aquella fue la primera emoción de una larga lista de emociones que iba a vivir el resto del verano en los siguientes conciertos a los que pude asistir. Había sed de música. El sumum fue a finales de octubre cuando pude ir al Festival SanSan en Benicassim y vivirlo como hacíamos antes. De pie y bailando con miles de personas más. Pura magia. Pura vida.
Así que estoy más que segura que de todo esto es esencial sacar una lección positiva, creo que el momento que vivimos nos ha enseñado la importancia de volver a emocionarnos, de volver a sentir y valorar cosas que antes del fatídico 2020 dábamos por hechas. Y el disfrutar de la cultura es sin duda una de ellas. Sólo espero que esta sensación no la perdamos, que la valoremos en su justa medida, por si las cosas vuelven a empeorar.